Por algún motivo siempre me sentí atraído hacia los veleros. No sé si es que podés dar la vuelta al mundo impulsado por el viento, la sensación de estar solo en el medio de la nada, o por ser algo que siempre tuve muy lejos (nací en el medio de la pampa argentina, a mil kilómetros del mar).
Por eso cuando me fui a hacer un work away en Dinamarca, en un camping frente al mar, lo primero que me llamó la atención fueron los veleritos para dos personas que tenían en la playa.
Una tarde, mientras terminábamos unos trabajos en el camping con Asbjorn, mi amigo vikingo, hijo de los dueños del camping, me señaló algo en el medio del mar:
–¿Ves aquella isla? Bueno, ahí hacen el mejor helado del mundo.
Al principio me costó creerle. Siempre pensé que el mejor helado lo hacían en Italia, o en Suiza, pero una diminuta isla en la Dinamarca profunda, nunca me lo hubiese imaginado.
–-¿Y qué lo hace tan bueno? Le pregunté.
–Una planta.
Lo sigo mirando, como pidiéndole más explicaciones (mi anfitrión danés no era de muchas palabras).
-Esa planta tiene una sabia que es muy dulce. Bueno, eso es lo que usan para hacer el helado, y por eso es tan bueno.
-Entonces tenés que llevarme ¡Navegando! Le respondí.
Era la excusa perfecta. Unos días atrás le confesé que yo nunca había navegado y él accedió a llevarme algún día en un velerito para dos personas que tiene la familia. Ni siquiera sé si se llama velero, pero servía para moverse sobre el agua con la propulsión del viento, y eso era todo lo que me importaba.
Estábamos frente al mar en la isla de Fyn. Yo era una especie de colaborador de su familia, la dueña del lugar, para la que trabajaba un par de horas al día haciendo cualquier cosa que pudieran necesitar a cambio de alojamiento y comida (eso es work away).
Igual, para ser sincero, ellos eran mucho mejores cumpliendo su parte del trato que yo.
Pero eso no importaba.
Porque era una familia que había viajado mucho por el mundo, y tener un extranjero en casa era en realidad más valioso para ellos que el trabajo que hacía. Compartíamos las comidas en su mesa, charlas, puntos de vista, historias, y eso para mí era más importante que cualquier alojamiento. Y eso que no tenía una moneda, como siempre.
Una tarde Asbjorn me viene a buscar a mi casilla.
–Hoy el viento es bueno. Vamos.
El corazón me latía. No solamente iba a ser la primera vez que navegaba, sino que también iba a la isla donde se hace el mejor helado del mundo.
Pusimos la embarcación en el agua, el mástil, la vela y la aleta que va debajo de un velero y en teoría es lo que lo hace andar, tan importante como el viento.
A eso sigo sin entenderlo.
En fin, como un pequeño barquito de lego para dos personas. Ni siquiera un motorcito.
Todo tan chiquitito que cuando puse mis 90+ kilogramos de mi lado temí que no llegaríamos más lejos que eso. Pero sin embargo, después de unos ajustes y con la ayuda de un buen viento, nos dirigíamos a la isla de los helados.
–¿No se irá a dar vuelta esto, no?
A lo que me respondía que no me preocupe, que así es como debe ir.
La isla parecía estar más cerca, como todo lo que se ve a lo lejos en el mar.
Después de un buen rato y un par de amenazas del viento que intentaba tirarnos al agua, llegamos al otro lado, dejamos nuestra embarcación encallada en una playa y nos metimos caminando por un sendero mojados hasta la cintura.
Como piratas en busca de ron.
Entramos al asentamiento por un camino angosto de piedras. Había algunas casas y plantas que iban bloqueando la luz del sol. Llegamos a una especie de patio interior y unas cinco personas sentadas en círculo hacen silencio y nos miran.
Claro, no debe ser muy normal recibir visitas.
Saludamos con un gesto y el capitán vikingo me señala «Es acá».
Una heladería… Sí, en la isla había playas, plantas (muchas), casas (un puñado) y UNA HELADERÍA, que encima estaba abierta.
-Yo quiero el especial de la casa. Dije. Siempre que voy a un lugar pido el recomendado de la casa, generalmente ellos saben qué es lo que hacen bien. Y esta gente sí que sabía hacer helados. No recuerdo los sabores que pedí, lo que sí recuerdo son los sabores en sí.
Llegó el momento de la verdad ¿Era el mejor helado del mundo?
Bien, esa dulzura no la había sentido en vida. Con un ligerísimo toque de acidez para que mi lengua no se canse de pedir saliva. El viaje había valido la pena, definitivamente.
Pero en ese momento aún no sabíamos lo que estaba por venir.
Volvimos a saludar al comité de bienvenida del pueblo y nos fuimos en busca de la embarcación, ya con el botín en nuestro estómago. Pero cuando llegamos a la playa empezó nuestra preocupación.
Era más tarde de lo debido y el sol ya se estaba escondiendo.
Sacamos el velero al agua y emprendimos el regreso tan rápido como el viento nos permitía.
Pero a mitad del camino, casi en compañía del sol, el viento decidió dejarnos solos flotando en el medio del mar.
Las bromas que venían de mi parte se acabaron cuando mi amigo, sin decir una palabra, empezó a transmitir preocupación.
Es curioso como las personas calladas son a veces las que mejor se comunican.
La temperatura que caía a pique me recordaba que, a pesar de estar en primavera, seguíamos en Dinamarca, y el frío ahí no perdona.
En eso me pongo a pensar en mi suerte: En el caso de un naufragio me va a tocar con un vegano que no pesa mucho más de 55 kilos. En esos huesos no iba a encontrar mucha comida, con seguridad.
Entonces ahí estábamos, sin motor, sin remos, y sabiendo que, aunque la costa no estaba tan lejos, saltar al agua durante la noche en el frío Mar Báltico no era una buena idea, para nada.
Bastaba con estirar la mano y meter la punta de los dedos para confirmarlo.
–¿Saben tus padres que estamos acá? Le pregunto.
Sacude la cabeza en señal de no.
Pasaron un par de horas, el frío ya nos hacía tiritar y el color de mi piel era más cercano al azul que al rosa original.
Las maderas del velero copiaban cada vez mejor la temperatura del agua, y ya podíamos sentir en el culo lo que nos pasaría si intentamos largarnos a nadar.
Y cuando ya empezamos a sentir que realmente estábamos en riesgo pasó lo inesperado:
Algunos lo llamarán ángel de la guarda, otros dirán que fue Dios. Otras personas dirán que se trató de un fenómeno meteorológico que se llama viento. La realidad es que cuando esa brisa salada me tocó la cara entendí por qué los marineros la aman con tanta devoción.
Era la diferencia entre moverte en un sentido o estar a la merced del mar, entre el riesgo de hipotermia y volver a casa en nuestro caso.
Las velas se inflaron y así también nuestro ánimo.
Volvimos a todo ritmo hacia nuestra orilla, donde nadie nos esperaba. Al llegar, saltamos de la embarcación al muelle y mientras nos acercábamos a la casa le agradecí. No sé si fue por la navegación, la supervivencia o que realmente había tomado el mejor helado del mundo, pero nunca me salió tan de adentro mostrar mi agradecimiento. A su estilo, con una palabra:
-Gracias.
4 comentarios en «El mejor helado del mundo lo tomé haciendo workaway en Dinamarca»
Que lindo leerte! Te quiero mucho 🥹❤️
Gracias mi vida. Espero verte pronto <3
De momentos estaba en el medio del mar con vos !
Que lindo lo que me decís jejeje. Un abrazo grande