Después de estar cuatro meses trabajando con vacas en Nueva Zelanda, decidí irme de vacaciones solo. El destino, las islas con arena blanca y arrecifes de coral de Fiji. Todo iba perfecto, hasta que conocí a una uruguaya, que resultó tener un trabajo muy particular, y su “novio” celoso.
Pero primero te pongo en contexto.
Los países que dan visas de este tipo, lo hacen por una razón muy sencilla. Necesitan gente que haga los trabajo que ellos ya no quieren hacer.
Yo, por ejemplo, estuve los primeros meses en la temporada de kiwis (primero recolectando, después poniéndolos adentro de cajas, y después haciendo las cajas para poner los kiwis).
La segunda etapa, después de gastarme todo lo que había ahorrado, me tocó ir al campo a trabajar con vacas.
Pagaban bien, y me daban casa y comida. Todo perfecto.
Pero después de cuatro meses de “encierro”. Cuando se cumplió mi contrato, tenía que reactivar mi vida a lo grande. Unas vacaciones.
Entre muchas opciones en el Pacífico sur, me incliné por Fiji, sin saber que las fechas elegidas venían con una sorpresa de la mano.
Era el sprint break de los australianos y neozelandeses.
Oh, que sorpresa.
En el aeropuerto de Auckland, una interesante fauna se empezó a reunir frente a la puerta que anunciaba el vuelo a Fiji.
Superman.
El hombre araña.
Sirenas.
Y de toda clase de disfraces que te imagines se repetían entre los semi borrachos.
Bueno, semi borrachos al momento de despegar. Para cuando aterrizamos en el paraíso, el grupo ya estaba decididamente borracho, y tomó una dirección diferente a la mía.
Lo que no sabía, era que dos días después nos íbamos a encontrar.
Mientras tanto, te cuento el cronograma.
Dos días en la isla principal. En un hostel frente al mar.
Los últimos 7 días en las islas Mamanucas, a cuatro horas en ferry de Nandi, la capital.
Y, en el medio, tres días en Beachcombers. La isla de la fiesta, como la anunciaban.
Por supuesto, cuando llegué a ese destino, volví a reunirme con el grupo de “egresados”.
Para que te hagas una idea, todo lo que había en la isla es una pequeña jungla en el medio. Bungalows distribuidos por toda la costa. Y una enorme sala sin paredes, con alrededor de cuarenta camas. Donde yo dormía.
Tipo militar, pero en el puto paraíso.
Podías dar la vuelta caminando a toda la isla en no más de quince minutos, y desde la playa, entrabas al bar sin dejar de caminar sobre arena blanca.
Todo bien hasta ahí.
Nos ponemos a jugar al voley con un grupo, y cuando nos fuimos a tomar cerveza después del partido, ahí la conocí.
A ver. Estábamos un grupo donde nadie podía pronunciar correctamente mi nombre.
Hasta que alguien, con un acento y pronunciación latina, dice:
RAMIRO.
Me sorprendió en ese momento. No esperaba encontrar alguien que hable mi idioma, ni mucho menos que sea de la república vecina. El Uruguay.
Nos quedamos hablando un rato, y ya cada cual se fue a preparar para la noche. Teníamos una fiesta de toga (tipo romano con las sábanas blancas alrededor).
La fiesta, con los pies en la arena y DJ invitado empieza, y acá me veo obligado a hacer un paréntesis en la historia.
¿Sabes lo que es “tequila macho”?
Bueno, así es como me enteré.
Mientras estaba en la barra esperando por una cerveza, me pongo a conversar con tres neozelandeses que iban un poco más a fondo que yo.
Nos reímos un rato.
Brindamos.
Seguimos riendo.
Hasta que la propuesta llegó.
Ey, tenés que hacer esto.
Piden cuatro tequilas con limón y sal. Pero sus planes no eran lo que yo pensaba.
Primero. Hace una línea con la sal y la aspiran por la nariz. Sí, tipo coca.
Segundo. Por suerte, el tequila lo toman como se tiene que hacer.
Por último, y quizás lo peor. Al limón, en vez de morderlo, lo exprimen sobre un ojo…
Así, riéndose y con un ojo cerrado, me dicen “Ahora te toca a ti”.
— Eeeeeeh. ¿Por qué haría eso?
Me bebí mi tequila como un borracho estándar y seguí con la fiesta. Cuando todo ya estaba por terminar, me volví a encontrar con la uruguaya.
Nos ponemos a hablar sobre nuestras visas, y le cuento algo de lo que estaba orgulloso.
Había estado cuatro meses trabajando en un campo, y me merecía estas vacaciones.
Que el trabajo es duro, pero que al final paga muy bien.
— Ah ¿Cuánto ganabas?
Me dice.
Ya entramos en detalles, y ella (con ganas de contarme también lo que hacía, me responde).
— Ah, lo que ganabas al mes, yo lo gano en una semana.
(A ver, no recuerdo bien la proporción, pero era algo que me sorprendió mucho).
— Pero ¿Qué es lo que hacés?
Le pregunto.
— Trabajo como stripper en un club de Auckland.
Me cuenta que uno de los clientes del lugar era el DJ contratado para la fiesta en la isla, y como podía llevar a una persona, la invitó a ella.
Por supuesto, yo quería saber más sobre eso. Nos quedamos hablando un rato y la fiesta ya estaba por terminar, así que decidimos salir caminando por la playa hasta su residencia temporal.
(Uno de los bungalows, claro. No iban a estar en el mismo lugar que yo).
Así, vestidos solamente con las togas, salimos caminando por la playa, donde la luna dibujaba los paisajes, y las otras islas brillaban a lo lejos.
El único sonido que se oía era la fiesta que se alejaba atrás nuestro, y las olas pegando en la costa tomaban protagonismo.
Todo parecía puesto ahí para darle lugar a una velada romántica. Con la única diferencia que el tema principal que nos acercaba era que los dos echábamos de menos hablar en nuestro idioma.
Igual, que la piba era atractiva un buen rato.
Nos quedamos hablando sentados en la playa, hasta que escuchamos que alguien se acerca atrás nuestro.
Era el DJ, su pareja, su amigo, o no sé bien qué.
Estaba muy borracho (a eso me lo dice ella), balbucea una frase, y se va hasta su bungalow, que estaba atrás nuestro.
Sin hacer mucho caso a lo que había pasado, seguimos hablando hasta que un ruido muy fuerte interrumpe la paz del lugar.
Vamos corriendo a ver qué pasó y nos encontramos al DJ frente a la puerta, con los vidrios rotos.
Le había dado una patada.
— Mejor andate. Me dice.
Me quedo pensando, no sabía si dejarla sola con alguien que podía tener una actitud así.
Entonces, mirándome a la cara como diciendo «haceme caso» lo vuelve a repetir.
— Andate.
Me alejo del lugar y me quedo un rato entre las palmeras, solamente para asegurarme que la situación no iba a escalar.
En poco tiempo, y como no encontré motivos para pensar que algo malo iba a pasar, me fui a dormir.
A primera hora, al día siguiente, mi ferry llegó para llevarme a mi próximo destino.
Me subo al bote que me sacó de la isla para llevarme al ferry, y mirando para atrás me pregunto si volveré a saber algo de la uruguaya.
La respuesta llegaría una semana después, pero primero, me faltaban unos días de vacaciones.
Las islas Yazawas y Mamanucas son la foto que te cuesta creer que algo así exista.
Selva en el medio de la isla.
Dos metros de playa hasta llegar al mar, donde le das de comer a los peces de colores.
Y dos metros más adentro un arrecife de coral.
Una semana en ese lugar y la sé que no quiero menos en mi vida.
Pero, para seguir con la historia. La sorpresa más grande me la llevé cuando regresé a Auckland.
Tenía el vuelo de regreso a Argentina en dos días, y para hacer tiempo reservé una cama en un hostel en el centro de la ciudad.
Cuando entro a la habitación, encuentro lo típico.
Olor a gente.
Ropa en el suelo.
Y un alemán mirando una película en su teléfono.
Yo venía convencido a disfrutar de mis últimos días. Así que lo interrumpo de su pasatiempo, y le digo.
— Ey, ¿Qué tal? ¿Querés ir a tomar una cerveza?
Me mira, y como mi inglés ni el suyo era muy bueno, me respondió lo único que entendió.
— ¿Cerveza? Vamos.
El hostel tenía un bar fantástico en una terraza. Empezamos a beber y contar historias, y como tenía muy fresco el tema de las vacaciones, le cuento todo lo que pasó.
Incluido el tema de la uruguaya.
Hasta que con cara de sorpresa, me dice.
— Espera, ¿Cómo se llama el lugar donde trabaja?
Me cuesta, pero recuerdo el nombre del club de strippers.
A lo que me responde, con cara de más felicidad aún.
— ¡Lo conozco! Está a cuatro cuadras de aquí.
Por supuesto, los dos ya algo ebrios, nos ponemos de pie de un salto y salimos a paso acelerado hasta el lugar.
Pagamos la entrada y nos ubicamos en las sillas más cerca del escenario, mientras una bailarina tras otra iban pasando.
— ¿Es esta?
— No.
— ¿Esta?
— Tampoco.
Y así, con cada nueva artista que subía a escena, me preguntaba lo mismo.
Hasta que llegó su momento.
Después del anuncio del presentador, la uruguaya se adueña del lugar y comienza a bailar.
El alemán me mira, y yo sin quitar los ojos de la bailarina, le respondo.
— Sí, es ella.
En mitad del acto, y ya con menos ropa que al comenzar, mi amiga me ve entre los espectadores y se le dibuja una sonrisa en la cara. Unos minutos más tarde, cuando termina su acto, baja del escenario y me viene a dar un abrazo.
Vestida como llegó al mundo.
Me pide que la espere un rato, que ya volvía así hablamos un rato,
Todavía recuerdo muy bien dos cosas. El abrazo, y la cara de sorpresa del alemán, que parecía estar aún más contento que yo.
Cuando vuelve, me dice que tiene un tiempo para ir a comer, así que me pide que la acompañe a un carrito de hamburguesas que está a la vuelta del lugar.
Pero cuando regresamos al club, increíblemente la historia se vuelve a repetir.
Ella se va a preparar para su segundo acto, y yo veo entrar por las escaleras del lugar a nadie menos que el DJ.
Así, medio borracho y sin ganas de crearle ningún tipo de problema, le digo al alemán que me marcho del lugar.
Sin siquiera su teléfono.
O alguna red social.
Y, lo peor de todo, con el vuelo de regreso a Argentina, a la mañana del día siguiente.
2 comentarios en «El problema de conocer una stripper y su novio enojado en el paraíso»
Me imagino la cara del alemán cuando la stripper te abraza jajaja.
Seguí contando malas decisiones que están buenísimas!
Gracias Tin querido!